miércoles, 31 de marzo de 2010

En barbecho

Llega Primavera, a pesar de todo. Diréis tal vez que no es tiempo de libros, que no es tiempo de leer a los muertos (ni escucharlos, Quevedo mediante); que no es tiempo de silencio. Pero ciertamente no es tampoco tiempo para las pieles blancas, perchas de polvo y corcheas. Se avecina una tormenta lenta y tórrida, y recomienza un juego que algunos malaprendimos a jugar, allá por los tiempos de los primeros rizos bajo el vientre. Se me siguen escapando las reglas, que no hay dónde leerlas; y así también las miradas sesgadas, las trochas sinuosas de ciertas voces, los guiños de la luz en ciertos brazos.
      Cada semana van cayendo las capas de ropa, y el aire se espesa de polen y hormonas. Una vaga incertidumbre, que a veces se concreta y se anuda en el estómago, me va ganando el ánimo. No sé donde están los otros, los míos, pero tengo que avisarlos, si no lo saben: ¡que nos roban el invierno! Que nos roban los guantes y las barbas, y las anchas vestiduras, y las chaquetas superpuestas. Que cada semana van cayendo capas de ropa, y a ver dónde meto yo ahora los librillos de Castalia.

Si veís un libro de Coelho, es una ilusión. Palabra.
 
      Pero llega Primavera. Veníamos por la autovía, y las margaritas desbordaban las cunetas, que reventaban de blanco y amarillo, como el sueño de un Monet puesto de ácido. El sol brillaba en cada cosa que pudiera brillar. Fluía en los capós de los coches metalizados, y temblaba en círculos de mercurio en cada llanta, cada iris contraído. Las líneas de la calzada hasta parecían blancas, y el cielo (tras diez mil años, aún nos maravilla), el puto cielo era de un azul tan hondo que casi era mar. Sonaba Like a rolling stone, y todo era tan road movie, tan postal de gasolinera y tan simpáticamente kitsch, que (y no quería, lo juro) tuve que sonreír. A pesar de todo.
     Luego recordé mi nombre, mi raza peculiar, y una incierta sordina cubrió color y sonido. Estas cosas duran poco, y Rodríguez (aunque él lo hizo durar todo un libro) lo sabe. No puedes estar todo el rato maravillándote del universo, ni siquiera una vez al día, ni a la semana. Has de poner el alma en barbecho, como con las viejas buenas canciones, y olvidar lo buenas que eran. Para que vuelvan a sorprenderte, cuando te roben el invierno, y llegue Primavera, y no quieras la sonrisa. Para que entonces la tengas.


jueves, 25 de marzo de 2010

Introitus

Y qué bien que suenan los puñetazos de las películas; sobre todo en la barriga. Y los actores cómo aguantan: se doblan, tensan abdomen, hacen hukk, o hfff, o hmmp, se enderezan y vuelven a la lucha, a repartir. Nótese que el contrincante, por lo general, se quedará observando los estragos de su ataque, y esperando educadamente la respuesta del enemigo, ya sea ésta gancho de izquierda o sillazo en la crisma. Si la peli es muy mala, después de intervenir la chica que los hace disputar (porque, amigo, cherchez la femme!) se abrazarán fraternalmente, más viriles y gallardos que nunca, perlados los bíceps de aséptico sudor.
      En parte por eso me gustó Fight Club: de las peleas queda cicatriz. El protagonista escupe los dientes en el lavabo, y grumos de sangre y babas cuajan en la arena del ruedo. Fincher mantiene en toda la cinta el nivel justo de mugre y esputos, posiblemente podando los excesos literarios de Palahniuk, de modo que, si no el fantástico argumento, sí la cruda esencia de la película traspase la pantalla, y nos salpique, y, coño, nos guste, claro que sí.
      Porque, fuera de la penumbra del cine, así son las cosas a pie de calle. Es verdad que el sudor de la lucha y el ser golpeado conllevan cierto orgullo atávico y nos cosquillean la testosterona; pero nada noble ni artístico hay en el forcejeo torpe con que avanzamos por el barrizal de lo cotidiano. Los puñetazos en la barriga duelen, dan ganas de cagar y te encogen los huevos durante horas. No por vencer te tirarás a la chica, ni por ser derrotado se casará contigo en el minuto 85, violines, beso en los morros y fade to black. Y, de cualquier modo, a nadie le gusta, de buena mañana, escupir los dientes en el lavabo.
      Así que al final el finolis de Quique González va a tener razón en la de Hotel Solitarios:
   
      Tengo bastante con morder algún pedazo de sueño
      para no olvidarme de las cosas importantes,
      y tener encaje, sin perder empaque.

      Y de eso, gentes, va a ir este blog. De morder pedazos de sueño. De las cosas importantes. Y de tener encaje, sin perder empaque.
      Bienvenidos.