Llega Primavera, a pesar de todo. Diréis tal vez que no es tiempo de libros, que no es tiempo de leer a los muertos (ni escucharlos, Quevedo mediante); que no es tiempo de silencio. Pero ciertamente no es tampoco tiempo para las pieles blancas, perchas de polvo y corcheas. Se avecina una tormenta lenta y tórrida, y recomienza un juego que algunos malaprendimos a jugar, allá por los tiempos de los primeros rizos bajo el vientre. Se me siguen escapando las reglas, que no hay dónde leerlas; y así también las miradas sesgadas, las trochas sinuosas de ciertas voces, los guiños de la luz en ciertos brazos.
Cada semana van cayendo las capas de ropa, y el aire se espesa de polen y hormonas. Una vaga incertidumbre, que a veces se concreta y se anuda en el estómago, me va ganando el ánimo. No sé donde están los otros, los míos, pero tengo que avisarlos, si no lo saben: ¡que nos roban el invierno! Que nos roban los guantes y las barbas, y las anchas vestiduras, y las chaquetas superpuestas. Que cada semana van cayendo capas de ropa, y a ver dónde meto yo ahora los librillos de Castalia.
Si veís un libro de Coelho, es una ilusión. Palabra.
Pero llega Primavera. Veníamos por la autovía, y las margaritas desbordaban las cunetas, que reventaban de blanco y amarillo, como el sueño de un Monet puesto de ácido. El sol brillaba en cada cosa que pudiera brillar. Fluía en los capós de los coches metalizados, y temblaba en círculos de mercurio en cada llanta, cada iris contraído. Las líneas de la calzada hasta parecían blancas, y el cielo (tras diez mil años, aún nos maravilla), el puto cielo era de un azul tan hondo que casi era mar. Sonaba Like a rolling stone, y todo era tan road movie, tan postal de gasolinera y tan simpáticamente kitsch, que (y no quería, lo juro) tuve que sonreír. A pesar de todo.
Luego recordé mi nombre, mi raza peculiar, y una incierta sordina cubrió color y sonido. Estas cosas duran poco, y Rodríguez (aunque él lo hizo durar todo un libro) lo sabe. No puedes estar todo el rato maravillándote del universo, ni siquiera una vez al día, ni a la semana. Has de poner el alma en barbecho, como con las viejas buenas canciones, y olvidar lo buenas que eran. Para que vuelvan a sorprenderte, cuando te roben el invierno, y llegue Primavera, y no quieras la sonrisa. Para que entonces la tengas.